“Esto se va
a poner feo”, digo entre dientes mientras observo la multitud que se va
conglomerando en el anden de metro Bellas Artes. Si aquí ya esta hasta su puta
madre, tenía garantizado que en Hidalgo iba a ser lo mismo, pero multiplicado. Estoy
en medio de uno de los pasillos del vagón y las dos salidas, en ambos lados, están
atestadas de gente, me decido por uno y abro paso como puedo. No llego muy lejos. Solo queda esperar y encontrar algún hueco por el cual salir en la siguiente
estación.
Llego a
Hidalgo y noto que mis posibilidades de salir son mínimas: “puta madre, ahora
voy a tener que llegar a la Normal para bajar”.
Se abren las puertas. Veo que entre la gente se abre un pequeño espacio
por el cual salir y aprovecho la oportunidad. ¡Rápido!, antes que la gente de
afuera ya no te deje salir. Soy el ultimo en bajar, la posibilidad de que la
masa voraz me arrastrara de regreso era alta, pero no, cuando me doy cuenta la
mayor parte de mi cuerpo ya esta fuera del vagón. “Lo he logrado, sobreviví un
día más de trayecto por la línea 2”,
pienso triunfante creyendo que la había librado… podre tonto.
La masa voraz
intenta entrar con violentos empujones en el vagón y, de paso, atrapa mí pie.
La siguiente sensación es el frio de mi calcetín a la intemperie. Salgo por
completo de la muchedumbre, para luego voltear, con los ojos bien abiertos,
arrodillarme y empezar a buscar inútilmente entre las piernas ajenas a mi tenis
extraviado. De todas las cosas que esperaba perder algún día en el metro, jamás
imagine que sería mi tenis izquierdo. “¿No ven por ahí un tenis?” grito con
dirección a la venta del vagón, vuelvo a agacharme buscando en vano. Alguien pregunta
“¿Qué pasó?”, le espeto entre tartamudeos: “¡eh… eh… el metro se trago mi
tenis!”. “Que
mal pedo” dice alguien entre la
multitud. Esa expresión, esa siempre es la impresión con la que termina este
relato.
Salgo de metro
Hidalgo, atravieso la hedionda Basilio Badillo y antes de entrar en la Septién,
la frustración y la ira dan paso a un miedo que desde niño no he podido
sacudir. “¿Y ahora qué le voy a decir a mi mamá?” digo moviente los labios pero
sin evocar sonido alguno. Como hace un mes me robaron el celular por Eje Central,
regreso a la entrada del metro y descuelgo un teléfono público.
---¿Bueno?
---¿Mamá? Soy
Roberto.
---¿Qué pasa?
ya deberías estar en clase--- su tono es de sorpresa, no esta acostumbrada a
llamadas esporádicas así y menos de mi parte.
---Este… el
metro se tragó mi tenis.
---¿Qué?
---¡Qué el
metro se llevo mi tenis!
---¿Cómo?---
escucho que esta conteniendo la risa--- ¿y ahora?… ¿Cómo vas a volver?
--- No sé,
pues así con el calcetín.
---No púes amárrate
un cartón o un pedazo de carpeta--- pienso en el Diálogos como la mejor opción
mientras me propone lo del cartón.
---Ya ahorita
pienso que hago, ya me voy antes que se me haga más tarde.
---Ok, bye.
---Bye.
Cuelgo y otra
vez dirijo mi camino al instituto, piso con mi calcetín un líquido oscuro y
apestoso, por suerte la tela ya era oscura. Ahora no estoy iracundo, la llamada
me ha quitado un peso de encima. Rio un rato de mi propia desgracia y entro en
el edificio, al fondo de la calle, listo para responder al preludio de este
relato: “¿por qué estas caminando chueco?"
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